sábado, 8 de marzo de 2008

El Comienzo


Principios de los años ochenta, tal vez finales de los setenta.

Estoy con mis abuelos en su chalet pasando uno de esos interminables veranos de la infancia en los que aprendí a dibujar.
Hace calor y, como casi todas las noches, cenamos en la terraza (la “terraza de alante”, mucho mas pequeña que la “terraza de atrás” en la que había a veces una mesa de ping-pong, a veces un escalextric). Mi abuelo sacaba la tele en un carrito con ruedas y pasaba el cable de la antena y del enchufe por la ventana que daba al salón.

Los dos rombos blancos que aparecían en el extremo superior derecho parecían presagiar que aquella noche me quedaría sin ver la película.

Sin embargo no fue así, aquella vez no.

Tal vez empezáramos a cenar tarde y la película comenzara cuando aún no habíamos llegado al postre y todavía no se me podía “echar” de allí. Tal vez mi abuelita estaba quitando los platos durante el breve espacio de tiempo que los odiados rombos flotaban sobre la pantalla y no los vió. Tal vez, incluso, me creyó despistado, con un tebeo de los pitufos en una mano y la foto de una niña rubia ( se llamaba Maria Pilar y era familia de la novia de uno de mis tíos, yo prefería denominarla ingenuamente como “mi primera novia”) en la otra y pensó que no estaba prestando la mas mínima atención al televisor.

Se equivocaba.

Todo tiene un porqué.
La película se titulaba “Kung-Fú contra los Siete Vampiros de Oro”.
Y a aquella edad me aterrorizó mas de lo que jamás me había aterrorizado ninguna otra película.
Fui a ver King Kong a la biblioteca del Parque Lineal, y estaba claro que eso era plastilina en blanco y negro y no asustaba a nadie. Además ¿un gorila?, ¡por favor!
Aquello, sin embargo, era distinto. Esos seres de colmillos afilados tenían algo de mágico, de magnético y no podías dejar de mirarlos por mucho que hacerlo te asustara.
Recuerdo, como si fuera ayer, como trataba de no mirar la pantalla y concentrarme con todas mis fuerzas en la foto de la niña. Como la apretaba con las dos manos hasta arrugarla por todas sus esquinas.
Cuando empezaba a refrescar no me atreví a entrar a por mi rebeca de lana. Prefería quedarme ahí tiritando y apretujando la foto con todas mis fuerzas.

Aquella noche, gracias a una permisividad inesperada en mis abuelos, esos seres aterradores y fantásticos se quedaron en mi cabeza.

Aunque es curioso, no recuerdo haber tenido ninguna pesadilla.

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